Parecía el fin del mundo, el apocalipsis. Al mediodía del 18 de octubre de 2018, el calor que sofocaba a la comunidad Ipa, municipio de Villa Montes, Tarija, se convirtió en flamas gigantes y ensordecedoras que hicieron huir a sus pobladores. Los adultos tomaron a los más pequeños entre brazos y corrieron todo lo que pudieron para salvar sus vidas. Y como comida del día tuvieron que digerir sus propias salivas, ácidas por el miedo y el aire tóxico que aprisionaba sus pulmones.
“¡Mami, mami, vámonos, viene el fuego, viene el fuego!”, gritaron los niños desde los patios de los ranchos y los caminos de la zona segundos después de que un estruendo zumbara en sus oídos y en los del centenar de familias que viven en Ipa. Había explotado el Gasoducto Santa Cruz-Yacuiba (GSCY), en Puente Pelícano.
Creyeron que el fin del mundo había comenzado justo en ese lugar, donde vivían dos familias de la zona. De una de ellas, los Franco-Subia, murieron tres de sus cuatro miembros: el padre, la madre y una hija; de la otra solo estaba en el lugar la abuela Mónica Caimani y un nieto. Ella soportó varias quemaduras por protegerlo; aunque él salió físicamente ileso, en lo mental quedó afectado.
“Pensábamos primero que era un huracán. Estábamos con mi hija, nos preguntamos ‘¿qué es?’. Salimos de mi cuarto y era justo a ese lado (Pelícano) que se veía como un huracán, una cosa negra. Ya toda la gente estaba alborotada y decían que era fuego que se venía”, recuerda la vicepresidenta de la Organización Territorial de Base (OTB) Ipa, Marisol Benítez.
La tradicional hora del almuerzo es la data de una tragedia: la muerte de una niña de seis años y la de sus padres Dionicio Franco y Filomena Subia. También la hora de la esperanza con el sobreviviente de la familia, Marbin, entonces con 11 años de edad.
“Y ahí empezó a llegar la gente. Descalzos, todos rojos, los niños con espinas en los pies. Había señoras tiradas temblando de miedo, había una señora que decía que su papá se había quemado; era feo, feo, cosas que nosotros no podemos olvidar. Quizás nuestros niños tampoco y siguen con ese mismo miedo, porque escuchan un trueno, escuchan alguna cosa que suena y dicen ‘¿qué es?’. Ya temen que pase lo mismo”, relata Benítez.
La presidenta de la misma OTB, Juana Roldán, servía la comida cuando ocurrió el estallido. “Cuando me senté a querer almorzar, escuché un ruido muy fuerte, que era como si un avión estuviera cayéndose. Salimos a ver, mi hija estaba ahí, y estábamos todos asustados. Salimos de la casa y corrimos al camino”
Ahora, tres de los 12 niños afectados juegan sobre el terreno. Acaban de recrear a su Ipa a escala: caminos de tierra, una carretera, vehículos debajo de un puente, una rotonda. Uno de ellos, tiene una mirada profunda y apagada, lleva una camiseta estampada con la bandera de Estados Unidos. Es el mismo país donde después de la tragedia hasta el 5 de febrero del 2019 su amiga Yoselín luchó por su vida en el hospital de Niños Shriners de Galveston (Texas). Falleció y no pudo más con las quemaduras de tercer grado que le provocó la explosión del gasoducto Santa Cruz-Yacuiba.
El padre de Yoselín, Dionicio murió en la clínica Foianini de Santa Cruz, el 25 de octubre –siete días después del estallido– y Filomena, su madre, el 30 del mismo mes
Marbin es el único sobreviviente de la tragedia. Volvió al país hace unas semanas y está bajo el cuidado de su medio hermano Celso Franco, quien hoy trabaja en Santa Cruz de la Sierra, en YPFB Transporte, la empresa nacionalizada que cubrió todos los gastos médicos del pequeño y de su hermana, así como los costes mortuorios, entre otros importes.
Aquel día macabro de 2018, con el paso de los minutos, el fuego que formaba una columna entre el cielo y la tierra comenzó a dejar de ser oscuro, y el gasoducto seguía ardiendo. Los lugareños recuerdan que solo una lluvia al día siguiente pudo aliviar el infernal calor que no les permitía ni respirar.
Camilo Maldonado, un comunario de La Central, a unos cinco kilómetros de Puente Pelícano, estuvo muy cerca del incendio, ya cuando las víctimas fatales habían sido evacuadas. Se quedó allí durante unos 30 minutos y vio cómo llegaban los bomberos.
“Había un bombero que pasaba, andaba a unos 30 kilómetros por hora. No quiero ser crítico con ellos, estoy haciendo crítica constructiva, yo no soy nadie para juzgarlos a ellos tampoco, pero deberían ser más precavidos. Cuando llegaron, no podían hacer nada, llegaron inclusive los (bomberos) de Yacuiba, pero parece que no hicieron nada”.
Hoy, Ipa intenta rehacerse, volver a la normalidad, sin todavía acabar de digerir la tragedia, la conmoción y el trauma de la detonación que resonó como cuando el río Pilcomayo llega embravecido.
La fatalidad de la detonación en Ipa también permanece imperecedera en el rancho de la familia atrapada por el fuego. Los dolientes instalaron dos nichos simbólicos donde, antes de la explosión del gasoducto, la faena cotidiana los mantenía ocupados entre la agricultura, el transporte y la escuela. Nada es lo mismo desde entonces…
El carrusel de lo que fue el parque infantil en el rancho de los Franco-Subia, en Ipa, donde decenas de niños –Yoselín y Marbin, entre ellos– jugaban todos los mediodías, ya no gira. A un costado de la estructura metálica aparecen los esqueletos de un micro y una motocicleta. Y cercan ese cuadro decenas de troncos carbonizados por la explosión del gasoducto.
La familia que ya no está
Era un día como cualquiera para los Franco-Subia, una familia de migrantes con cuatro miembros dedicada a la agricultura. Dionicio Franco Méndez (41 años), Filomena Subia Ávila (28), Marbin (11) y Yoselín (6) fueron los directos afectados; hoy, ninguno puede ver en qué se convirtió su rancho, pero se espantarían si vieran la piscina rústica todavía con rastros del carburante que quemó el agua. El parque infantil con carrusel y tobogán, la moto y el micro quedaron reducidos a simples chatas. Solo en esa propiedad y dos kilómetros a la redonda perecieron al instante aves silvestres, ganado vacuno y animales domésticos; los naranjos, limeros y mandarinos quedaron carbonizados; y otros cultivos, como los de yuca, se convirtieron en cenizas.
Don Dionicio y doña Filomena nacieron en Chuquisaca, eran oriundos de Azurduy, según sus registros de identificación personal. Se sabe que vivieron en Sucre una corta temporada, pero hace 12 años migraron a suelo tarijeño, como todos, en busca de mejores oportunidades. Allí, en Villa Montes, nacieron sus hijos.
Se establecieron en Ipa, distrito 6 del municipio chaqueño, exactamente en el sector puente Pelícano, sobre la ruta a Santa Cruz de la Sierra. En esa Organización Territorial de Base (OTB) los recuerdan como una familia trabajadora, llena de energía y dedicada a la labranza de la tierra.
Filomena se hizo madre muy joven; vestida de pollera y con el pelo negro, largo, trenzado, llevaba a sus hijos cada mañana a la unidad educativa multigrado “Antonio José de Sucre”. ¿Ha pasado lo peor? El fuego se apagó, pero algunos todavía sienten las llamas embravecidas amenazando sus vidas.
La presente es una investigación elaborada por Correo del Sur en el marco del Fondo Concursable Spotlight VI de Apoyo a la Investigación Periodística en los Medios de Comunicación, que impulsa la Fundación Para el Periodismo (FPP).
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YPFB TRANSPORTE ESPERA EL RESULTADO
La petrolera no quiere hablar de lo ocurrido
Han pasado más de ocho meses de la explosión del Gasoducto Santa Cruz-Yacuiba (GSCY) en Ipa, Villamontes, y esa comunidad sigue esperando una respuesta oficial, clara y precisa de YPFB Transporte sobre lo sucedido. Mientras, la gente vive allí con el Jesús en la boca y la empresa nacionalizada, simplemente, no quiere hablar.
Correo del Sur constató la incertidumbre que se apoderó de la agricultura en Ipa, habló con los habitantes del lugar y pudo acceder al corazón del estallido del GSCY. Lo logró con relativa facilidad, pero no tuvo la misma fortuna al tocar las puertas de YPFB Transporte en busca de respuestas.
¿Qué ocasionó la detonación del gasoducto aquel mediodía del 18 de octubre de 2018? Técnicamente, solo la firma lo sabe. También la consultora en riesgos y seguros Kieffer y Asociados, que encargó a técnicos de Estados Unidos un peritaje sobre el siniestro, según conoció este diario por una entrevista con el fiscal de Villa Montes, Roberto Aguilar.
El 28 de mayo, Correo del Sur estableció el primer contacto con YPFB Transporte para gestionar una entrevista y conocer su versión oficial de lo acontecido. Desde entonces lo hizo por tres vías: correo electrónico, teléfono e incluso visitando la sede central de esa empresa en Santa Cruz de la Sierra.
En mayo pasado envió un cuestionario con 13 preguntas que hasta ahora no fueron respondidas con una serie de argumentos expuestos por la coordinadora de Comunicación Empresarial de la firma, Leila Cortez.
Según un correo electrónico remitido a este diario el 20 de junio, YPFB Transporte S.A. estaba trabajando en absolverlas y justificó la demora indicando que “hubo una información que faltó revisar por recomendación del área Legal y estamos en ello”.
Después dicha funcionaria, en un correo electrónico informó: “YPFB Transporte podrá ofrecer la información solicitada, una vez que la etapa de investigación por parte de las autoridades competentes sobre los hechos referidos, concluyan; debiendo, por el momento, precautelarse que dicha investigación sea desarrollada en el marco de la objetividad correspondiente”, reza la parte central de esa contestación.
ElDeber
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